Bad Bunny y la ventana de Overton

Una recogida de firmas pidiendo al Sónar la cabeza (de cartel) del cantante puertorriqueño reabre el debate: ¿Cómo y contra quién dialoga el urban reguetonero en parajes señalizados con marquesinas indies?

 

Sudar, como sufrir, es el modo de permanecer activo sin hacer nada. Es mitad de julio y estoy en un pueblo con centrales nucleares: he aquí mi sudor, he aquí mi sufrimiento. La sesión de disc jockeys que ha de ser colofón del festival indie local –todos los pueblos tienen uno, porque como certificó Alberto Olmos, «lo moderno en España viene siempre de provincias y en provincias acaba»– regurgita canciones de The New Pornographers, Le Tigre, Mando Diao. Los treintañeros autóctonos, que en su adolescencia tenían que tomar un regional de tres horas para bailar The New Pornographers, Le Monde o Mando Diao, desgastan sus articulaciones en la cancha de básquet que aloja la sesión. Los treintañeros foráneos, desplazados en coches con matrícula de Barcelona, asisten al entusiasmo de los nativos con desdén, con altivez. «¡Poned latineo!», exigen a cabina. «¡Reguetón!», insisten.

Como rezan las sagradas escrituras, «si el pueblo pide reguetón, no se lo vo’a negar». Porque, no, yo ya no estoy en aquella cancha de temperatura atómica, pero J Balvin sí asoma en el cartel del próximo Primavera Sound. Porque yo ya he vuelto de allí, pero Bad Bunny está de camino, en ruta hacia la próxima edición del Sónar. El urban con acento latino se está colando en parajes popularmente señalizados con marquesinas indies, pero no necesariamente por cumplir la promesa de música avanzada que resuena en sus eslóganes, sino por traer una heterodoxia funcional al objetivo último y esencial del militante hipster: hacer de su gusto edgy, de su paladar ecléctico, una arma arrojadiza contra el paleto que todavía baila con Arcade Fire, Kaiser Chiefs o Crystal Castles. Perrear, no como ejercicio epicúreo, sino como signo de distinción, de nobleza.

En esa especie de remake en no-ficción de Los Santos Inocentes, el proceso gentrificador sobre una música otrora propiedad de los jóvenes de clase obrera parece tan voraz como inevitable: los espacios de resistencia adolescente, desde la misma fundación de la “adolescencia” como categoría, siempre han acabado recalificados por trasuntos empresariales de aquella Condesa Báthory a la que tanto gustaba bañarse en sangre de virgen. O, millenizando analogías y continuando con la retórica nuclear, por aquel Sr. Burns con gorra y camiseta serigrafiada que ya no solo es un meme: ahora también es una amenaza. De alguna manera, se trata de la venganza más exquisita que podía diseñar el CEO que ve peligrar su posición al ser acusado de pollavieja: vivir bien, continuar viviendo bien, y hacerlo mediante la capitalización del twerking prepúber.

De aquella contrarrevolución, esta contrarreforma: si los replies al tweet con el que J Balvin anunció su bolo en el PS oscilaban entre los GIFS con arcadas, las pintadas de emosido engañado y los emojis vomitando bilis gamma, la noticia de que Bad Bunny formaría parte del lineup del festival electrónico fue respondida, directamente, con un Change.Org para evitar que su concierto tuviese lugar. La petición –cinco líneas de texto, tres erratas distintas en la palabra “electrónica”, ni una reputísima tilde– parece hecha a medida para ser reducida por el cañón francotirador de lo que Marina Garcés bautizó como vanguardia arrepentida: esa tribu cuyos integrantes cambiaron sus discos de Neutral Milk Hotel por una playlist de YouTube con lo mejor de Ñejo. Misma altivez, mismo desdén, pero una nueva y flamante riñonera al pecho.

«Quisiera creer que la lucha de clases es solo una pelea de los de siempre contra los de abajo», explicaba Eloy Fernández Porta en conversación con Eudald Espluga. «Pero mucho me temo que ese factor solo es uno de los modos de confrontación y jerarquía. No son los de arriba contra los de abajo; es todos contra todos». En ese sentido, el clasismo del fan de Kraftwerk que pide la cabeza (de cartel) de Bad Bunny es homologable al de unos detractores, los suyos, que se saben validados por la sofisticación canónica. En la secuela de la biblia sobre música electrónica Loops, Javier Blánquez dedicó un capítulo entero al R&B y al trap: si la guerra cultural ya está ganada, si recitar sobre un beat ya ha sido validado como electro-patrimonio, ridiculizar al disidente ya sólo puede hacerse desde una posición de privilegio.

La tempestad, el enfrentamiento de posturas entre el viejo mundo y #thenewnormal, abate con violencia la ventana de Overton: aquella que, en teoría política, delimita el marco que va de lo sensato a lo impensable con vistas a conquistar, o bien mayor nivel de libertad, o bien mayor nivel de represión. Si la ortodoxia indie ya ha marcado posiciones y líneas rojas, sólo queda esperar ver hasta dónde y cuándo llega el nivel de tolerancia de los neocórtex donde hoy conviven, en paz y armonía, The New Pornographers, J Balvin, Crystal Castles, Bad Bunny o Kraftwerk. El postdubstep y las habaneras. El nu-hardcore y la nova canço. El vaporwave y Tu nombre me sabe a hierba versionada por Pepa Flores. Hasta dónde, hasta cuándo y, más importante todavía, si la acumulación de referentes realmente sirve para abrir el porticón de Joseph Overton hacia el lado correcto.