Third Law

Desde que abandonó Vex’d, aquel dúo de dubstep industrial que imaginaba civilizaciones en decadencia, mundos destruidos y paisajes contaminados, la más lograda fantasía morbosa de un aficionado a la música electrónica con gusto por el apocalipsis, Roly Porter se ha dedicado a construir grandes obras conceptuales alrededor de sus ideas sobre el cosmos, el vacío y la violencia del espacio exterior. No es que haya cambiado nada, en realidad: de la destrucción del planeta, el muchacho ha pasado a la destrucción de las estrellas, lo que en la práctica significa que ha cambiado la escala: de lo particular a lo masivo, de lo local a lo cósmico. Lo mejor de su evolución como músico no es que haya modificado la ambición de sus planteamientos, sino que poco a poco los haya sabiendo llevar a buen puerto: cada nuevo álbum es más escalofriante que el anterior, de impacto más enorme, de abandono más cruel. Third Law no es una excepción: a este hombre ya no le interesan las estrellas que nacen y mueren, como en su anterior álbum (Life Cycle of a Massive Star, 2013, en su propio sello Subtext), sino cataclismos mayores. De la supernova ha pasado al agujero negro. Si queremos compararlo con ambiciones recientes, está claro que este trabajo es su propio Interstellar.

A pesar de que el punto de partida es una ley de la física clásica -la tercera de Newton para el movimiento, la que trata sobre el Principio de acción y reacción: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria”-, las cuestiones que quiere tratar Porter en Third Law nada tienen que ver ni con la resistencia ni con el efecto rebote, ni con los misterios de la gravitación cuántica. Él parte de la idea de que el cosmos es una compleja red de interacciones, donde en cualquier lugar se puede producir un hecho casual -un efecto mariposa galáctico- que desencadenase reacciones en otras regiones, tras el paso de millones de años. Su poética es de una belleza terrible, porque imagina lo inabarcable como un tablero de sucesos que sobrepasan cualquier escala concebible por la razón; fricciones entre estrellas vecinas, agujeros negros masivos en el centro de las galaxias, gigantes rojas reducidas a púlsares minúsculos para toda la eternidad, quásares que nos envían su radiación agónica desde lo más profundo de las entrañas del misterio cósmico. Este disco no habla de sensaciones humanas, sino de terrores e incertezas primordiales. Al imaginarlo, ya entra vértigo.

Pero a la vez, no es el típico álbum electrónico influenciado por la ciencia (ficción o no), ni mucho menos un trabajo poético, casi romántico, en la línea de Vangelis en su época Heaven and Earth o Albedo 0.39. Si los productores de la serie de televisión Cosmos quisieran encargar nuevos capítulos, jamás le encomendarían la música a Roly Porter, que es en cierta manera un transmisor de las malas noticias: ahí fuera todo es terrible, frío, inclemente, y así suena su música, como una cadena de sucesos -acción, reacción, Tercera Ley-, todos ellos catastróficos: por ejemplo, escuchemos Mass, donde parece que a cada compás de avance de la pieza estemos cada vez más cerca del horizonte de sucesos, más dentro de la singularidad, más abandonados a la crueldad del cosmos. A medida que Third Law progresa más se siente esa desesperación, tu cerebro acaba licuado, tu cuerpo se estrecha como un espagueti. Tal como lo construye Porter, es un vapuleo físico, pero también una tortura mental: como bien apuntaba Philip Sherburne en su crítica del disco en Pitchfork, la otra obra que participa del mismo terror que ésta es Gravity, la película newtoniana por antonomasia, además de un calvario para los personajes, obligados a sobrevivir en el entorno más hostil posible, sin ningún margen de error.

Roly Porter no es ajeno a algunas influencias y homenajes, por supuesto. Tal como empieza 4101, es imposible no relacionarla -más en espíritu que en otra cosa, pero la conexión parece flagrante- con las levísimas cuerdas del Requiem de Ligeti que utilizó Kubrick en el tramo final de 2001. Una odisea del espacio. Más adelante, en High Places, suenan cuerdas y una voz de tenor levemente gregoriana envuelta en distorsión digital, para resaltar que hay ecos que se repiten, influencias de toda la historia cerrada en un bucle indescifrable. Hay una compleja historia de la música y la ciencia-ficción condensada en este disco, hay un universo -nunca mejor dicho- de referencias, sensaciones y sueños terribles que recorren un diseño sonoro que, aquí está lo mejor de todo, a la vez nos suena nuevo, sobre todo porque Roly Porter no quiere repetir los hallazgos de nadie, ni siquiera los propios. En su música sólo hay caudal de ideas, nunca hay repeticiones. Como en la Tercera Ley, cada acción genera una reacción, y la reacción -convertida a su vez en acción nueva- una reacción distinta, y así hasta recorrer una cadena de acontecimientos sin fin, porque no hay destrucción en el universo -la materia surge de la energía, y la energía se transforma-, y de este modo suena este disco, como una sucesión de eventos bellos, monumentales, catastróficos, generadores, ingrávidos y explosivos, una de las grandes sinfonías electrónicas jamás compuestas sobre el terror inefable que se está produciendo ahora mismo en cualquier lugar del espacio exterior, y que algún día -es inevitable- nos tiene que llegar a nosotros.