Dioses del techno: hoy, Sven Väth

Para cualquiera que se haya adentrado a estas alturas en los paraísos artificiales, que decía Baudelaire, lo de Sven Väth suena ya a viejo amigo, a compinche de correrías y pajareos, algo así como la luz a lo lejos, el dedo que señala el camino hacia la bolsita de plástico.

En otros tiempos, era habitual que a los muchachos jóvenes, recién despertados a la pubertad, los que ya podían escupir su semilla espesa en abundantes borbotones, se les llevara a los burdeles -también llamados, al estilo Kiko Matamoros o Arcadi Espada, ‘casas de lucecitas’- para que ahí dejaran de ser niños y volvieran a la sociedad convertidos en hombres. Era una ceremonia de iniciación insoslayable, un rito de paso que cambiaba muchas vidas, y una costumbre que se ha ido perdiendo -esto es culpa del porno en la red- porque ya no hay tantos misterios como antes. A las niñas, como se dice vulgarmente, les crecen antes las tetas que los dientes, y los niños se les pone todo eso negro antes de tiempo. El siglo XXI es que va rapidísimo.

Entre los clubbers, a lo largo de varias décadas, también ha existido un rito de iniciación casi secreto, místico, conservado de generación en generación, y que consiste en bautizarse en esto de la fiesta con una sesión de Sven Väth. Ya sea en Monegros, torrándote bajo un sol de justicia y comiendo polvo, o en una discoteca del interior, rodeado de la fauna más destroyer del pueblo, o viajando por los sitios -Berlín, Londres, Buenos Aires, Ibiza-, cada vez que se está en la pista sintiendo el bombardeo de la música de la bestia en tus costillas sabes que, cuando salgas por la puerta, ya no serás la misma persona. Sven Väth es el guardián de un viejo talismán que transforma lo cotidiano en fiesta, su poder es más fuerte que el de Pocholo disfrazado de Harry Potter, o el de las lamparillas de la mesa de noche de Rafa Mora: si Serrat decía aquello de “tu nombre me sabe a hierba”, una sesión del Káiser nos sabe a eme.

Para cualquiera que se haya adentrado a estas alturas en los paraísos artificiales, que decía Baudelaire, lo de Sven Väth suena ya a viejo amigo, a compinche de correrías y pajareos, algo así como la luz a lo lejos, el dedo que señala el camino hacia la bolsita de plástico. Su presencia ya nos es tan familiar como la de Eduardo Inda en las tertulias: él siempre estuvo ahí, y sin él no hay fiesta. Ya sea en verano o en invierno, en temporada de releases o cuando toca hacer la declaración de la renta, no hay momento del año en el que Väth no esté a tope, tanto en los negocios como pillando, en lo estético y en lo ético. Y como el perro de Pavlov, es verlo y te entran ganas de arrasar con la habitación de hotel, romper el wáter a cabezazos, tirar la televisión por la venta, llamar a la chacha para hacerte un Madoff y, por supuesto, vaciar todo lo que lleves en los bolsillos en una bandeja y compartirlo con tus seres queridos. Y si resulta que no estás en un hotel, sino en el club, entonces ya es para tirar confetti y serpentinas. Väth transmite las ganas de salir, de ponerse finito de Córdoba, como el mosquito ese que contagia el virus zika.

Decíamos lo del Väth intergeneracional, un Väth para cualquier época, un Väth para gobernarlos a todos y atarlos en las tinieblas. En la Primera Edad, cuando el trance era un sonido joven y las pastillas venían de Holanda con un índice de calidad asombroso, más puras que la sangre de una monja de clausura, Sven ya era conocido por sus excesos. Llevaba la cabeza rapada y con mechones de colores, perforaciones ostentosas y ropa que parecía la de un acróbata medieval, con bombachos y diseños propios de Custo Dalmau -otro que tal-, manejaba las riendas de Eye Q y pinchaba en Omen, el club más famoso de Frankfurt. Fue a partir de entonces cuando Frankfurt, ciudad famosa por sus salchichas, empezó a estar de moda por sus lonchas, y ahí nuestro Sven se hacía sesiones maratonianas con subidones y pitidos, melodías épicas y descargas ácidas de Hardfloor, conseguía que a su público se le alborotaran los glóbulos rojos. Cuando venía a pinchar a España lo hacía en clubes tranceros o en aquel primer Sónar de la sala Apolo, a modo de leve distinción entre ‘lo que pinchan en el Skorpia’ y lo que se hace ahí fuera, que mola más y sube igual. Y las primeras razas de clubbers, tras la ingesta de un cuartito o media, descubrieron que la fiesta era él.

En la Segunda Edad había declinado el poder de aquellos elfos y el clubbing se hizo más popular, se extendió entre los clubbers comunes que podían pagarse un billete barato a Ibiza -eran los tiempos de Aznar en el gobierno, la corrupción empezaba a echar raíces y nos sobraba el dinero-, y al poco tiempo aquel Väth que había empezado a sentir el desgaste de la costumbre, la rozadura de la tiña techno-trance de garrafón, supo reconvertirse en el DJ que es a día de hoy: un hombre de negocios racional -desmontó Eye Q y al poco tiempo ya tenía entre manos la propiedad de Cocoon- que, mientras se dedica a hacer dinero a lo ganso en los despachos, aprovecha cada fin de semana para pillar el ciego de su vida (otro más). En discotecas de house, en villas de verano, en superclubes sudamericanos, cada vez que aparecía Sven Väth por la puerta se activaba el sentido arácnido de la gente, consciente de que la temperatura había subido cinco grados (iba a decir gramos) de golpe, ya que bajo esa piel gastada, tensa como el cuero, que ha visto atardeceres en Hong Kong y baños de calor en las saunas rusas, amaneceres en Mikonos y ruletas en Las Vegas, en esa piel que ha sentido el tacto de dedos ardientes y de todo tipo de aceites relajantes, decíamos, bullen unas feromonas increíbles.

Y entonces, Väth se hizo sinónimo absoluto de viajes extracorporales y sensaciones flotantes. Cada vez que pinchaba un disco con la aguja era como si estuviera transmitiéndonos en código morse el teléfono de su camello. Además, en esta época gloriosa, en la que de vez en cuando iba haciendo correr el bulo de que había dejado las drogas, fue cuando Väth urdió la alianza más duradera y carismática de la fiesta minimal, protegiendo bajo el paraguas de Cocoon -la agencia, además del sello- a cuerpos serranos como Ricardo Villalobos, o acogiendo bajo su rubio sobaco a amigos del circuito como Richie Hawtin o Luciano. Los cuatro jinetes del adrojalipsis llevaron el mito del DJ canalla a otro nivel. No eran ellos los que cerraban los afters: el local mismo se iba antes, harto de aguantarles sus eternas prórrogas pajariles. El físico de Sven sufría, estaba muy cargado de toxinas, no le bastaba con irse a cambiar la sangre a Tailandia cada año, y por culpa de la fea costumbre de quitarse la camiseta, notábamos en su cuerpo extrañas formas, como quistes en la rabadilla. Sospechábamos que era todo lo que el cuerpo no podía expulsar de golpe, el historial de sus enzarpadas. Y entonces, cuando parecía que había llegado al límite, Sven se tomó un descanso.

En la Tercera Edad, los hombres dominaban toda la Tierra Media, desde Punta del Este hasta Chipre, y el mal parecía haber desaparecido para siempre de aquellos lugares. Pero el ojo (el ojete) despertó en Mordor y el señor de la fies resurgió de sus cenizas. Y una nueva generación de fiesteros pudo disfrutar en vivo del adalid del mal, del hombre del techno sinuoso y las escapaditas fugaces al backstage, un tipo que en su última etapa ya está de vuelta de todo y se pasea por las tarimas en pareo, con medio cuerpo desnudo y con extrañas malformaciones del abdomen, como si en vez del Kaiser fuera el Bastardo Amarillo de “Sin City”. Lo que no cambia es la comunicación: Väth transmite euforia. Es verlo y sientes como si fuera tu padre, un prejubilado enrollado que de vez en cuando se pega una farra monumental y guarda un billete de 500 en la cartera para las grandes ocasiones. Ahora, Väth ya no es un potro desbocado, ya no es un Ferrari, su consumo es diesel, pero hay costumbres que no se pierden. Hablemos claro: este hombre ha mojado más veces el dedo en una bolsita de molly que en el potorro de su señora, a su dosis de alegría no renunciaría por nada en el mundo. En el escenario se le mueve más la mandíbula que el crossfader, y si alguna vez nos dieran a un Sven Väth limpio, que tira a base de manzanillas y tostadas con foie-gras, nos sentiríamos estafados.

No es la música lo importante en él, aunque también. Es el carisma. En el clubbing hay dos tipos de educaciones sentimentales: la estrictamente musical, en la que aprendes a diferenciar el techno de Detroit de la basura de Europa del Este, a preferir el deep house de Nueva York antes que el de Londres, a distinguir el logo de Warp del de Ninja Tune, y luego está la otra, la de batalla, el bautismo de fuego en la pista. En resumen: cómo entrar una noche en el club, sentir las lucecitas flotando a tu alrededor, y salir de ahí con el doctorado en juerga. Ahí es donde siempre ha estado el tío Sven, al lado de los más jóvenes, para mostrarles el camino de la perdición. Y a gustísimo que se van.