La electrónica atraviesa una crisis de identidad, pero ni el trap ni el reguetón tienen la culpa

¿Qué es música electrónica? Desde el momento en que se popularizan herramientas de producción como Ableton Live o la caja de ritmos, cualquier música puede serlo, y ahí recae la crisis de identidad de un concepto tan global como manido. Sin embargo, no busquen en los ritmos urbanos las causas de esa crisis. El problema de fondo está en otra parte.

 

Hace aproximadamente un año y medio, cuando se publicó Loops II. Una historia de la música electrónica en el siglo XXI, tuve la oportunidad de hablar con un amplio espectro de periodistas sobre el estado presente de la música electrónica y, más concretamente, sobre la validez de la expresión en sí a estas alturas de la partida. En las primeras páginas del libro ya exponía la idea –diría que fundamental e inevitable– de que hablar en estos momentos de “música electrónica” era una cuestión como mínimo peliaguda, y no exenta de conflictos de significado, pues las herramientas de síntesis y muestreo se han desplegado absolutamente en prácticamente toda la producción musical de los últimos años, y sólo casos muy específicos de militancia acústica –ciertas expresiones del folk o de las músicas tradicionales, el trabajo de recuperación histórica de la música clásica y el empeño de luditas prosélitos y testarudos como Jack White– no necesitan, o incluso rechazan, herramientas como el sintetizador, el sampler o cualquier software de audio.

Es más: por mucho que tus principios sean acústicos, una música verdaderamente fiel a ese postulado ya sólo es posible, prácticamente, en el directo, pues las técnicas de grabación y masterización de cualquier audio –tanto da si lo planchas en vinilo o lo subes directamente a YouTube en estado larval de “demo” sin pulir– tarde o temprano tiene que pasar por la interfaz de Logic, o someterse a un proceso de compresión, a menos que conscientemente quieras trabajar con equipos anteriores a los años 60, e incluso así la cinta magnética o el micrófono pueden considerarse como enseres de trabajo propios de “lo electrónico”. Alguien dirá que comprimir una grabación originalmente analógica a un fichero .wav no es necesariamente “música electrónica” –es un proceso técnico que no afecta a la naturaleza de la música–, y tendría razón. Pero como ejemplo extremo sirve para llevar el asunto a la cuestión principal; es decir, se quiera o no se quiera, tarde o temprano termina apareciendo alguna que otra tecnología en la actividad musical.

Por ejemplo, si miramos los diez primeros singles situados en la lista Hot 100 de Billboard esta semana –del 9 al 15 de diciembre de 2019–, podemos llegar a dos conclusiones: como en toda lista de éxitos, sigue mandando una idea abierta y genérica del pop, pero si lleváramos el análisis de esas canciones al terreno de la producción, tampoco podríamos negar que son en una parte esencial “música electrónica”. Ahí están Post Malone, Lizzo, Selena Gómez, Chris Brown con Drake robándole protagonismo, y la empalagosa Señorita de Shawn Mendes. Hay efectos espaciales, basslines rotundas que causan grietas en el espacio-tiempo, breaks esculpidos a golpe de Fruity Loops, voces tratadas digitalmente –para disimular errores de afinación o casi simulando el gemido de un androide– y, en definitiva, una paleta de recursos que habían pertenecido a ámbitos que, décadas atrás, estaban a la sombra del mainstream, en el margen subterráneo de una industria que giraba alrededor del pop y el rock y que sonaba de otra manera, muchas veces también electrónica, pero no en una proporción tan alta como ahora. Hoy, escuchar sonidos electrónicos es tan inevitable como tener que beber agua para no morir. Quien dice “música electrónica” no dice ya nada, o también lo dice todo, como quien dice oxígeno cuando mira al cielo.

 

Una paloma no hace verano, y un sintetizador tampoco te convierte en electrónico

En aquella ronda de promoción derivada de la publicación de Loops II, también ocurrió que muchos compañeros sacaban tarde o temprano la cuestión del trap o el reguetón. Querían saber qué me parecía toda la movida urbana, si la disfrutaba o la aborrecía, en parte porque son géneros que aparecen tratados en el libro con más o menos profundidad, y también porque si juegas esa carta es posible que te acabes llevando de regalo un buen titular con palabras groseras, algo potencialmente polémico, vagamente ingenioso y, por supuesto, con la capacidad de oscurecer otras cuestiones mucho más importantes que se trataban en el libro. Así que me abstuve de hablar mal de las músicas urbanas, a pesar de que había quien quería retorcer la cuestión hasta encontrar una grieta en mi armadura. En primer lugar, porque no me parecen mal en absoluto –sin ser por ello consumidor activo; me da igual que la gente fume, pero yo no fumo–, y también porque, ciertamente, géneros y estilos como el reguetón, el trap y cualquier otra subdivisión que queramos crear tienen un origen electrónico y, en algunos casos, una motivación estética que encaja dentro del patrón que uno le atribuye a la verdadera música electrónica.

Lo de “verdadera” no cuenta como una categoría religiosa o moral, sino simplemente intencional. Porque, al fin y al cabo, una herramienta electrónica –un software, una TB-303, una caja de ritmos o el arpa láser de Jean-Michel Jarre– se puede utilizar de dos maneras: como un recurso cosmético, algo que adorna pero no afecta al resultado final más allá de las apariencias, o como un recurso sin el cual toda la estructura de la composición se viene abajo. Para lo primero, sólo basta con pensar en alguno de esos grupos de indie-rock españoles que dicen tener influencias “de la electrónica” –una expresión tan absurda como si Ricardo Villalobos, cuando samplea una cumbia, dijera que tiene influencias “de la acústica”–, y lo único que han hecho ha sido poner un línea de sinte planeador o un beat doblando a la batería por debajo de un estribillo altamente coreable en Benicàssim a las dos de la madrugada.

Valga un símil culinario. Eso sería como si un chef preparara una sopa de ajo, le añadiera un toque de cilantro, y te lo vendiera como un plato vietnamita: ciertamente, el toque oriental está ahí, pero eso no transforma lo que de verdad es, o sea, una sopa de ajo de toda la vida. Sin embargo, cuando la intención, la estética y la arquitectura de una pieza musical no se concibe si el uso de ciertas herramientas, sean analógicas, digitales o ambas a la vez, es muy posible que estemos ante música electrónica de una pureza notable. Nos servirían dos ejemplos cualquiera. Uno: ¿serían una pieza de Burial la misma pieza si se trasladaran todas las notas a los instrumentos de una orquesta? ¿Podríamos hacer Energy Flash, de Joey Beltram, con piano o con una banda electrificada, al estilo rock o jazz de los 70? Poderse, se puede hacer todo. Pero en la transformación de la naturaleza del sonido, la música adquiere una nueva naturaleza y pasa a ser otra cosa. La verdadera música electrónica es la que sólo puede serlo con la tecnología entendida como una herramienta creativa. La banda indie-rock española puede prescindir de su sinte y su canción seguirá siendo la misma, en esencia, porque de lo que no puede prescindir es del estribillo (y nadie se compra un Moog para hacer estribillos). Si Burial prescinde de su sintetizador ya no hay ni sinte, ni música, ni Burial.

¿Es el trap música electrónica? Apliquemos el sentido común

Dicho esto, ¿es el reguetón música electrónica? ¿Lo es el trap? ¿El dancehall? ¿La cumbia rebajada? ¿El kwaito? ¿Las movidas del colectivo Nyege Nyege? Volviendo a la ronda de promoción de hace un año y medio, en las preguntas había dos cuestiones que me parecían fundamentales: una era la búsqueda del titular, de la polémica –algo intrínseco al periodismo de hoy, bastante dependiente del click–, y luego estaba la posición central que habían logrado fortalecer estas músicas “urbanas” en el tablero actual de la música de club. El espacio dominante que hace un tiempo tuvieron el techno y el house, ahora lo tienen los derivados del dancehall y el hip hop. Dicho de otra manera: si hemos identificado la música electrónica con varias funciones –música para bailar, música con concepto, música con intención de futuro, música al margen de lo habitual, fuera lo que fuera lo habitual en cada momento, siempre mediada por tecnologías no disponibles con anterioridad–, ese lugar lo tenían ahora lenguajes como los ya mencionados, muy por delante de otras expresiones de la tecnología creativa como la nueva integración de inteligencias artificiales en el lenguaje de la IDM. Eso no dejaba de ser síntoma de otra crisis de identidad: algo tiene que estar pasando en la música electrónica para que donde antes se hablaba de Basic Channel o Carl Craig, ahora se hable de J Balvin o de la base del último single de Ariana Grande.

Quizá haya que tratar esa cuestión en otro momento. Pero por ahora quedémonos con que, más allá de que el concepto de “música electrónica” esté en crisis, la música electrónica en sí está más viva y omnipresente que nunca. Y, por supuesto, el reguetón y el trap son música electrónica, de la misma manera en que las sonatas de Beethoven y los acompañamientos de Manu Guix en los ensayos de Operación Triunfo son música de piano –es decir, hay una diferente escala de valor, pero misma herramienta en uso–.

El origen de la gran mayoría de músicas urbanas de hoy hay que localizarlo en la idea de riddim, y habría que remontarse hasta 1980 para ver cómo se articula lo que algunos teóricos anglosajones han identificado, muy hábilmente, como la “diáspora dub”. El dub jamaicano, que en la década de los 70 introdujo por primera vez conceptos básicos de la manipulación de la música por medio de la tecnología como la alteración de la mezcla de una canción (remix) o la introducción de efectos de eco, empezó a sufrir una variación cosmética fundamental a partir de Under Me Sleng Teng, popularizada por Wayne Smith, la primera canción jamaicana en la que la base rítmica, a diferencia de las anteriores, estaba creada con herramientas digitales, en vez de puramente acústicas o analógicas. El beat, creado por King Jammy, tenía una cualidad levemente distinta, pero crucial para transformar el curso de la música en el futuro: era gomoso, brillante, y a diferencia del reggae anterior, no aceptó variaciones.

A esta base rítmica estable y cerrada –con una pulsación, un bajo y un esbozo melódico– se le llamaba riddim, y desde entonces empezaron a florecer los riddims como setas. Quien quiera hacer una exploración arqueológica de riddims se los encontrará por centenares: estructuras simples, pero eficaces, que han servido de base para miles de canciones. La vida de los riddims está tan sujeto a las leyes del azar como las vidas humanas: hay riddims olvidados y en desuso, y otros que han tenido fortuna; hay riddims que nacen cada año, y la selección natural del éxito es la que decide si seguirán teniendo uso o pasarán al museo de los esquemas rítmicos olvidados. Incluso hay riddims que se han convertido en especies diferentes: el grime y el dubstep se articulan a partir de riddims, el hip hop de club o una canción de Rosalía, también.

 

El riddim es un virus contagioso, y todos estamos infectados

El dancehall, como género, se sostiene en los riddims, que por su mayor velocidad y mordiente eran incluso mejores que las bases orgánicas del reggae para bailar. La influencia del riddim se empezó a hacer notable a finales de los 90 en el R&B americano –cualquier producción de Timbaland o The Neptunes en aquella época está tan influencia de la música jamaicana como lo estaba de la IDM inglesa abstracta–, y desde entonces se convirtió en la plantilla de base para la mayor parte del pop de consumo y para el hip hop sureño que floreció como la rama dominante de la música urbana americana a partir del año 2000: el crunk, el bounce y, por supuesto, el trap son adaptaciones y mutaciones de la idea germinal de riddim, una invención jamaicana que ha viajado por todo el mundo creando reacciones de nacimiento y crecimiento de variedades locales del mismo riddim –de ahí el concepto de “diáspora”, que también incluye el concepto de espora, el método de reproducción de las flores, gracias al desplazamiento de la misma causado por el viento–, y que se vuelve tan contagioso como un virus, otra forma de vida que viaja por caminos imprecisos en el aire.

Seguramente, la manifestación vírica más conocida del dancehall jamaicano es el reguetón. La historia es sencilla: uno de los muchos riddims creados en Jamaica, originalmente llamado Poco Man y más tarde conocido como Dem Bow –creado por los productores Steely & Cleevy en 1989–, aunque tuvo un éxito breve en Jamaica, empezó a viajar por los alrededores del Caribe. Llegó a Panamá y artistas como El General y Vico C empezaron a utilizarlo como base rítmica para hacer las primeras canciones de “reggae en español”, una tendencia que saltó años más tarde a Puerto Rico y fue recogida por maestros de la mezcla al corte como DJ Playero, que empezó a utilizar variaciones del ritmo Dem Bow en sus sesiones y mixtapes, como recambio de refresco de las bases hip hop y reggae que había estado pinchando hasta entonces –al estilo, en su origen, se le llamó “underground” o “melaza”, porque era marginal, negro y espeso–.

De la misma manera en que riddims como Diwali han sido sobreexplotados por los cantantes jamaicanos, los primeros toasters portorriqueños ejercitaban su estilo sobre la base de Dem Bow. Años después, y como ocurrió también con el dancehall jamaicano, varios procesos propios de la industria local terminaron por llevar un sonido que era fundamentalmente underground y de club a un estadio cada vez más cercano al de la canción pop –en el caso de Jamaica, esa explosión comercial se dio con Sean Paul y Get Busy (o quizá antes, con Informer, de Snow, o con Elephant Man); en Puerto Rico fue Daddy Yankee con La gasolina, producida por Luny Tunes–, y el resto de la historia ya la conocemos a grandes rasgos, tras 15 años de bombardeo.

Cuando pensamos en las músicas urbanas actuales, ya sea en la esfera local o internacional –en ese aspecto, nos da igual que sea el último fichaje de La Vendición o algún ex presidiario en la órbita de Migos, como también nos da igual pensar en un artista underground y autoproducido que en el nuevo disco de alto presupuesto armado a mayor gloria de Rihanna–, lo correcto es pensar en riddims. Todas las bases, breaks y líneas de bajo se corresponden con la arquitectura y lógica de producción de un riddim. Un riddim, por naturaleza, es una construcción digital que incita a un movimiento del cuerpo y que no puede armarse con herramientas acústicas. Si nos gusta más el techno, el drum’n’bass o el vaporwave, estupendo: ya no hablaríamos de técnicas de producción, sino de categorías morales, que pasan por diferenciar a los géneros por ser más intencionalmente futuristas, más complejas en su construcción, con referentes de mayor prestigio, con más historia, o lo que sea. Pero no hay discusión sobre su ontología, es decir, sobre la íntima naturaleza de su ser. El reguetón y el trap son música electrónica, no pueden ser otra cosa. Si no te gustan, no pasa nada; también puede ser que no te guste el tofu a la plancha, y no por ello el tofu a la plancha dejará de ser comida vegetariana.