Dioses del techno: hoy, Tiga

Nostalgia, pasión, peluquín: Tiga, el DJ que vivía los 80 muy intensamente, protagoniza una nueva entrega de Dioses del techno.

Quizá no se hayan dado cuenta, quizá sea un detalle que les ha pasado desapercibido, como casi todos los detalles menores a los que no prestamos atención –el color de ojos de una persona random, o si es zurdo o diestro quien nos toma nota en el restaurante, por ejemplo–, pero hay algo recurrente en el aspecto físico de Tiga que nos explica de manera profunda cómo es él y a qué dedica el tiempo libre. Tiga, de nombre completo Tiga Sontag, si se han fijado bien, siempre lleva gorra. No se la quita nunca, ni siquiera para ir a cagar, como vulgarmente se dice, y ese detalle, el de la gorra, habría servido a cualquier detective con un agudo sentido de la observación, ya fuera Hercule Poirot o Auguste Dupin, para extraer jugosas conclusiones. Además, son siempre gorras customizadas, cada día una diferente, con motivos decorativos que explican aspectos de su personalidad o sus gustos insobornables, son prendas que proyectan obsesiones muy fuertes. Una vez que tuve que entrevistarlo con motivo de la campaña de promoción de su segundo álbum, Tiga se presentó en el bar del hotel en Barcelona –y no precisamente un hotel barato– con una gorra en la que había bordado un parche con la imagen del poeta francés Arthur Rimbaud, el primer surrealista antes de los surrealistas, el genio precoz, el inspirador de tantos caminos divergentes de la norma, guía y luz de transgresores y almas incómodas en este mundo vulgar. ¿Qué quería decir Tiga con eso? ¿Que había leído las Iluminaciones, aunque no se entiendan en absoluto? ¿Que había pasado una temporada en el infierno? ¿Que aspiraba a decirlo todo rápido y desaparecer sin dejar rastro, como los grandes talentos sobrenaturales? No lo sabemos. Pero sí sabemos que es más que un DJ, que su mundo va mucho más allá del circo de los clubes y la efímera huella de la música electrónica en la agrietada piel de la humanidad.

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Dicen las malas lenguas que la gorra tiene otra utilidad práctica. Afectado por una alopecia fulminante desde hace años, se cree que Tiga podría haberse quedado tan calvo como Kiko Matamoros y de ahí que cubra siempre su cabeza, por vergüenza y pudor. Alguien dirá que tiene pelazo, un tupé maravilloso que podrían envidiar incluso los más famosos flequillos del mundillo electrónico, de Hawtin a Pepe Oneto, de Sven Väth a Donnacha Costello, pero una vez más tendríamos que apoyarnos en esas mismas malas lenguas y deslizar la idea de que hay mucho de artificial en la presencia física de Tiga, que donde parece querer darnos pelazo, al estilo Trump o Aznar, una construcción capilar con la complejidad arquitectónica de un puente de Calatrava, en realidad nos está enseñando un churrigueresco y elaboradísimo bisoñé. Tampoco se lo vamos a tener en cuenta: saber aceptar la calvicie también es un arte, hay dioses del techno que han sabido reconstruir su imagen a partir de ese rasgo físico que, en su día, también moldeó las efigies de Sócrates y Julio César, como Sasha y Marco Carola. De todos modos, hay que comprender que Tiga no es únicamente música: a él, que proviene del glam, que basa su modo de ser y existir en la imagen, en la proyección de una fantasía, le ocurre como a Boy George, que no puede aparecer por los sitios sin sombra de ojos ni brillo en el pelo, y si no hay pelo hay que saber inventárselo.

Hay varios motivos que hacen que, para Tiga, vivir en 2016 no sea un hecho particularmente grave. Por ejemplo, puede ver con cierta regularidad los partidos de su equipo favorito, el F.C. Barcelona, y disfrutar con el juego metafísico de Messi, Iniesta, Busquets y la banda que les rodean, y cuando no es el Barça es el City de Pep ‘Patum’ Guardiola, o algún vídeo de Pirlo en YouTube, o una competición internacional en la que participe la selección de Bélgica. El fútbol moderno de posición y toque, que ha elevado un nuevo canon de belleza y ha convertido el deporte en una forma solemne de arte de vanguardia, es para Tiga una razón para extasiarse, como en su infancia se transportaba a otros planos de realidad con los discos de David Bowie y los diseños de Yves Saint-Laurent estampados en papel satinado en las páginas del Vogue que hojearía a escondidas, aleteando bajo la protección de sus sábanas pre-adolescentes, pre-púberes y angelicales. Allí donde hay poesía y verdad –en un gol, en un corte italiano, en un plato de comida moderna, en una portada de disco, o en una canción–, allí siempre estará él. Tiga, como cualquier hedonista sofisticado y con cultura, vive por y para el placer, su pasión es compartir la experiencia transformadora, ser un médium de la belleza, vivir lo extraordinario, hacer de cada segundo un éxtasis. Para comprender esta idea, haríamos bien en seguirlo en Twitter: normalmente, sus comentarios son de una alta intensidad –en el sentido de intensa, la típica persona que lo vive todo muy al límite–, es un hombre con un síndrome de Stendhal más grande, más completo, más auténtico, que el del mismísimo Stendhal. Cuando algo le llega al corazón, su corazón estalla de felicidad, como una bomba nuclear de hemoglobina.

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Pero si por él fuera, le gustaría regresar al pasado, como Marty McFly, otro tipo con gorra y ropa de época, otro tipo con patinete y walkman que no renuncia a su síndrome de Peter Pan. Tiga querría vivir permanentemente entre finales de los años 70 y los 80, estar rodeado del rock’n’roll más electrizante y ambiguo –entre sus obsesiones de la época, como no, Marc Bolan y David Bowie, también Talking Heads y Roxy Music, sin olvidar a Siouxsie o The Cure–, pero sobre todo vivir y participar de los albores del pop electrónico, estar en aquella época en la que la música disco se hacía cada vez más rotunda y machacona, más sintética, en la que Sylvester atronaba en las saunas y Moroder cincelaba en mármol los mandamientos del groove motorizado, dando paso a que tanto en Italia como en Canadá se sentaran las bases del disco rico en sintetizadores, en melodías chispeantes y adornos horteras. Estos dos países no son nada azarosos en la biografía de Tiga: Italia, él siempre lo ha dicho, es su país favorito, y Canadá es en el que nació, en el que creció, en el que escuchó por primera vez a Depeche Mode y vio Risky Business, en el que fue formándose sentimentalmente hasta que, una vez la cosa estaba madura, se lanzó al ruedo musical como DJ, programador de noches de clubbing y fundador del sello discográfico Turbo.

Cuando apareció Tiga por primera vez estábamos en plena vorágine del electroclash. De repente, los ochenta habían vuelto, veinte años después, como si fueran una recreación algo tosca pero bastante fiel del asunto, al estilo Disneylandia, bien de laca y de purpurina, bien de zapatos picudos y de hombreras con adornos como de cortina versallesca. En los clubes más punteros la gente volvía a peinarse con cardados, a ponerse las ropas negras con chorreras y pespuntes góticos, a consumir cocaína como símbolo de estatus y a no distinguir entre hombres y mujeres cuando las prisas de la pulsión sexual comenzaban a apretar. Eran los tiempos de Larry Tee en Nueva York, organizando fiestas con un dress code muy preciso en las que actuaban Fischerspooner y se esperaba, en cualquier momento, que Grace Jones apareciera por la puerta, y también los tiempos de Miss Kittin pinchando italo y technazo, tiempos en los que también irrumpió un joven canadiense con la imagen y los referentes adecuados para destacar entre el magma ochentero. Tiga era menudo y frágil, su aspecto era ambiguo, no se sabía si era más de carne o de pescado, y venía con una maleta de discos repleta de joyas olvidadas del pop sintético, de italodisco, de nuevas remezclas de temas que apestaban tanto a ochentas, pero tanto, que causaban sensación en aquel aquelarre revivalista.

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Su primer disco de sesión, en 1998, aún no explicaba ese impacto. Montreal Mix Sessions, una de las primeras referencias de Turbo, se movía aún entre los restos de la tercera generación del techno de Detroit y algunas cosas europeas sin mayor interés, muy de trotonear con Ben Sims. Pero dos años después, cuando apareció la versión conceptualmente mejorada de aquel mix-cd tempranero, el ya icónico Mixed Emotions: Montreal Mix Sessions vol. 5, también en el sello Turbo, la cosa había cambiado: junto con el techno europeo de batalla y galope, toda esa morralla de Heiko Laux y Thomas Schumacher de la época, Tiga ya empezaba a colar muchas cosas de electro contemporáneo, como I-F o Zeta Reticula, y justo al acabar el CD, para rematar la sensación de que por ahí al fondo había estado agitándose el fantasma de los años 80 que estaba deseando despertar, concluía con una remezcla desconocida de Crockett’s Theme, una de las piezas importantes que escribió el hortera de Jan Hammer –chaqueta blanca, teclado en forma de guitarra, gomina, coca– para la serie de televisión Miami Vice (Corrupción en Miami). La firmaba alguien, o algo, llamado FPU. Al principio se creyó que era el propio Tiga, pero en realidad el tema provenía de uno de sus contactos en Escandinavia, Peter Benisch. La conexión entre Tiga y los productores suecos y finlandeses ha sido particularmente estrecha: durante mucho tiempo, Jesper Dählback fue su productor asistente –o sea, su negro acreditado, el machaca, su Martin Buttrich particular–, el experto en descargas ácidas que se encargó de darle cuerpo y estructura a la mayoría de cortes de Sexor (2005), su primer disco, y en particular a Pleasure from the bass, que se parecía demasiado –por demasiado queremos decir descaradamente– a los mejores momentos de Bam Bam, una leyenda del acid de Chicago. Y el famoso Zyntherius del dúo Tiga & Zyntherius, los del hit Sunglasses at night –versión de un tema kitsch de principios de los 80 compuesto por Corey Hart, rescatado hace poco en la serie Stranger Things–, era Jori Hulkkonen, un finlandés que previamente había pasado por F Communications, el sello de Laurent Garnier.

Lo interesante de Tiga es que es de los pocos artistas que sobrevivieron al revival ochentero del cambio de siglo. Muchos se quedaron por el camino. ¿Qué hace ahora The Hacker? ¿Repone bollería industrial en algún Lidl o qué? ¿Alguien sabe algo del de en medio de Fischerspooner? ¿Hay mercado para los discos de International Deejay Gigolos? Tiga podría haber caído por el mismo agujero, en pos del olvido, si no hubiera sido porque era mucho más que un DJ coyuntural. Y en ese aspecto le ayudó, precisamente, moldear su carrera como si fuera una leyenda renacida del glam y no como un productor arribista que se había subido al carro del electroclash, como tantos otros. Sabía que para construir una carrera había que sacar álbumes, y que esos álbumes tenían que tener hits –y los tuvo: You Gonna Want Me, (Far From) Home, 3 Weeks–, y que había que remitirse a referentes mucho más conocidos que algunos one hit wonders oscuros de los 80, y de ahí las citas a Talking Heads, a The Human League, a Public Enemy y a Brian Eno, y que una vez pasado lo más alimenticio de la moda electroclash había que saber desplazarse hábilmente y sin que se notara el giro oportunista a otra moda emergente, ya fuera el disco sintético, el acid, el techno elegante o el deep house, materias en las que Tiga tenía un amplio dominio porque, como ya se ha dicho, él es una esponja que absorbe cultura pop, la asimila y la ordena bien en su cabeza, en su maleta, en su disco duro, en su corazón a punto de explotar de pasión por lo suyo, y así es como durante más de una década se ha mantenido arriba en el circuito.

Tiga tiene una cosa que poca gente tiene: la habilidad para convertir una sesión casual en una fiesta que no discrimine a nadie, que reúne a puristas del techno con turistas ocasionales venidos del pop, a indies y mariliendres, a gays y heteros, bajo una bandera: la bandera del placer desinhibido, sin barreras ni complicaciones. Cuando Tiga quiere hacerse el guay, se borda un parche de Rimbaud en la gorra, para disimular la alopecia con poesía. Pero cuando se sube a una cabina, él sabe que tiene una misión: hacer feliz a la gente, tan feliz como la música le ha hecho a él desde que era un renacuajo recluido en su habitación, escuchando a los incomprendidos de su época. O cómo convertir la tontería angustiosa adolescente en una eficiente máquina de facturar miles de dólares. Si alguna vez piensas que Tiga es frívolo, vuelve a considerar tus opiniones: bajo el aspecto de mosquita muerta, de mariposilla errante, se oculta un tipo más listo que los ratones colorados. Y mientras el resto de nosotros acabaremos nuestras vidas poniendo cervezas en los bares, él seguirá, dentro de 30 años, pinchando lo más moderno y lo más antiguo para las nuevas juventudes. Luego depositará la muleta contra una pared, se quitará el peluquín, se secará el sudor con una toalla, contará un sobre lleno de dinero y sonreirá; Tiga sabrá que, una vez más, ha hecho lo que debía. Y luego se lo gastará en marisco, o en discos raros, o en unas primeras ediciones de Baudelaire.