Dioses del techno: hoy, Surgeon

Surgeon y ese bombo tan suyo que se te mete dentro del intestino protagoniza una nueva entrega de nuestra columna Dioses del techno.

 

Hubo una época en la que estar en un club cualquiera, mientras Surgeon pinchaba y desencadenaba un ruido de mil demonios, era lo más parecido a que un médico te hurgase en el recto con la intención de palpar las paredes de la próstata. Por momentos parecía que, en vez de soltar techno visceral y marronáceo con el pitch subido al máximo, el ogro de Birmingham estaba practicándote un lavado de estómago, o una trepanación del cráneo, o incluso algo peor –sacarte una muela sin anestesia, por ejemplo–. Bajo la apariencia de un gnomo rubio, él en realidad era la encarnación del DOLOR. Y ha ocurrido que, durante un tiempo, si nos hubieran dado a elegir entre Surgeon haciendo de las suyas en una cabina de DJ o una colonoscopia a traición en una clínica ilegal, seguramente hubiéramos pedido de rodillas que, por favor, nos metieran cosas por los orificios del cuerpo antes que dejar que torturaran nuestras vísceras con esos subgraves tan bestias. El tipo era un animal de bellota.

En el caso de quien esto escribe, el recuerdo es indeleble: sería allá por 1996, en el Techno-BAM que aquel año se celebraba en la sala Apolo de Barcelona –era el mes de septiembre y había llovido bíblicamente, o sea, a cántaros–. Después de una sesión ecléctica de Jedi Knights que fue un fiestorro de disco, funk, electro y techno para gente adulta aunque todavía con elasticidad en las extremidades, vino Anthony Child, con las gafas firmemente encajadas en el puente de la nariz y empezó a programar unas rodajas de mal rollo que a más de uno nos generaron una reacción alérgica en los intestinos, una sensación de náusea y enfermedad, como si de repente varios de los órganos del cuerpo se hubieran desplazado de su sitio. El de Surgeon era un techno bruto como un arado, recubierto de expectoraciones ácidas, de bajos mohosos, de carroña sintética. Era como un boxeador asesino que, tras haber localizado la debilidad del contrincante –casi siempre es el hígado, que acaba convertido en foie-gras–, se ensaña hasta conseguir que el combate se detenga por rendición o muerte del adversario. Aquella noche, Surgeon vino con un cuchillo entre los dientes y dejó su tarjeta de visita. De vuelta a casa, se llevó un cachito de nuestras vísceras, una biopsia de nuestra derrota.

Han pasado más de 20 años desde aquello, y Surgeon sigue siendo más o menos el mismo tipo de artista. No se ha domesticado en lo esencial apenas en dos décadas. Se ha vuelto más experimental y sus formas son menos impulsivas, es cierto; se ha vuelto más maduro, en su rostro se notan las arrugas del que ha pasado de ser un veinteañero enfadado a un ciudadano responsable que paga impuestos, pero mucho de aquel sadomasoquismo de su infancia se mantiene vivo y coleando. El que nació acémila, acémila sigue, aunque ya no revoloteen moscas en su rabo satánico. Cuando produce, le gusta que la música salga densa y alquitranada, y cuando pincha, prefiere que su selección se oriente hacia el lado oscuro. Ya no es tan hotentote como antes, pero lo mismo le da ponerse una camiseta de Burzum que pinchar drones o recuperar su material –a medias con su amigo del alma, otro bruto mecánico, el insigne Regis– como British Murder Boys, que es lo más cerca que ha estado el techno inglés de las hazañas sanguinarias de Jack el Destripador. Cuando oímos el nombre de Surgeon sabemos lo que hay que hacer: o huir como un cobarde, o aguantar el tipo y dejar que, a medida que se acerque su sonido a nosotros, nos vayamos descomponiendo en finas porciones, como si su música fuera una hoja de metal que nos conviritiera en rodajas de embutido.

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Anthony Child sabía que su obra tenía que ser una charcutería desde el mismo momento en el que eligió su nombre artístico. Surgeon significa “cirujano”, y por tanto entiende el estudio de grabación como una sala de operaciones, la cabina del DJ como una mesa para practicar autopsias, el público como una enfermedad vírica y la música como una quimioterapia. Por donde pasa, no vuelve a crecer la hierba, ni se reponen las neuronas del personal, que las deja decimadas en cantidades que se cuentan por millares. Cuando buscamos referente básicos para el hard technos, tenemos que enumerar siempre a los clásicos –la primera etapa de Underground Resistance, rollo Sonic Destroyer, más el Jeff Mills de la serie Purpose Maker–, pero luego tenemos que venirnos rápidamente a Europa, hacer escala en Berlín –y, más concretamente, en los clubes donde pinchaba DJ Tanith, con su ropa militar–, y terminar la excursión en Birmingham, una ciudad fea, industrial, contaminada y que, a efectos electrónicos, ha pasado a la historia del género como el bastión más oscuro en Gran Bretaña. En realidad, para Surgeon el techno no es exactamente una cosa que nació en Detroit –en el sentido de elegancia al estilo Derrick May–, sino una mutación de la música industrial a consecuencia de la aparición del acid house. Si le preguntas por sus gustos, él no te dirá Model 500, sino Coil y Throbbing Gristle; le atrae el shock y la violencia, el desorden ruidoso y la oscuridad cerrada, y con esa formación, y en un momento especialmente depresivo en una Birmingham que se estaba yendo a la ruina con la crisis de la industria en los 90, empezó a producir una música que era mecánica, rítmica, atronadora y psicosomática. A veces incluso mágica y mántrica, como un ritual esotérico. Y así fue como llegaron sus primeros maxis, Surgeon EP y Dynamic Tension EP, entre 1994 y 1995, con una sensación de frío y cuerpo revuelto.

Aquel primer Surgeon era como un dragón echando fuego; cuando llegó el primer álbum, Communications (Downwards, 1996), su techno era como la boca de un bicho mitológico quemándolo todo, y tras su fichaje por Tresor –que por aquel entonces estaba haciéndose con toda la gente rara del techno británico, todo lo que iba del ritmo descuajeringado de Cristian Vogel, Subhead y Neil Landstrumm a la pota de ritmo y ruido de Holy Ghost, James Ruskin o el propio Surgeon– fue cuando empezó la verdadera evolución de Anthony Child, que pasó de ser un carnicero con un machete a convertirse en un esteta de la masa sanguinolenta al estilo David Cronenberg con una caja de ritmos. En este progreso hay dos momentos cruciales: el álbum Basictonalvocabulary (Tresor, 1997), un ejercicio de techno frío pero mental, hiriente aunque serio, y Force + Form (Tresor, 1999), un trabajo mucho más elástico, pero igualmente tóxico, en el que burbujeaban influencias del krautrock, el techno duro y los ambientes industriales. Era el mismo tipo de sonido inquietante, bajado de revoluciones, pero con el mismo poder corrosivo. El mismo joven Surgeon que mordía, ahora enmascarado como un Surgeon adulto que apretaba fuerte con la mano y te creaba trombos y coágulos.

Tras aquella demostración de fuerza y calidad, llegó el momento más duro para nuestro hombre: el de la transición del techno de los 90 al del cambio de siglo, en muchos aspectos tan alejado de lo que era su idea de la música. Por ejemplo, el techno duro se hizo más tribal, más relleno de congas –si Surgeon oye la palabra conga, lo más seguro es que vomite el páncreas del asco–, y si no tenía ese ritmillo tropical, entonces se convertía en una pulpa fea, distorsionada, ruidosa y sin sentido –lo que la gente llamaba ‘schranz’– que no conectaba en absoluto con su mente racional. Por otro lado, estaba todo el minimal a la manera de Kompakt, o de M_nus, y más tarde implantado en Ibiza para consumo de turistas con camiseta de tirantes, collares de marroquinería hippie y subidones de keta. Todo ese cambio de paradigma a Surgeon le pilló a contrapelo, cuando justo se había encerrado con Regis en el estudio para sacar adelante la serie de maxis de British Murder Boys, que era el mismo techno industrialoide y feroz de siempre, pero con textura gomosa ultradigital. Y durante unos años pareció que Surgeon ya no encajaba en la actualidad –algo que también le pasó a Jeff Mills, por ejemplo–, porque sus principales valores ya no eran preeminentes en la escena. Su último gran momento, su logro máximo, antes de que sólo se acordaran de él las catacumbas, fue La Real, su track homenaje al público techno más hardcore de la cornisa cantábrica. Hasta que, de repente, y sin que nadie se lo esperaba, regresó la oscuridad, y él con ella.

Nunca sabremos exactamente por qué de repente la oscuridad volvió a molar. Quizá fue por la crisis, o porque después de la gran juerga de comienzos de la década los ravers entraron en una etapa más introspectiva y deprimida, pero el caso es que de repente, hacia el año 2010, el techno se volvió una cosa pétrea que absorbía toda la luz, que se desarrollaba a partir de patrones rítmicos secos, oxidados y con homenajes al recuerdo de la música industrial de los 80. Y aquella escena nueva –lo que surgía de Blackest Ever Black, el dark ambient, los drones, gente como SHXCXCHCXSH o Emptyset– empezó a reivindicar a Regis, a Surgeon, a Steve Bicknell, al sello Downwards, en definitiva, a todo el detritus metálico de Birmingham, y se consolidó la posición divina de un Surgeon que se había convertido en un faro, en una cuestión de fe para el techno más serio. De hecho, su producción de los últimos años no sólo cuenta como entre lo mejor de su larga carrera de más de 20 años, sino entre lo más visionario: el álbum Breaking the Frame (Dynamic Tension, 2011), producido once años después del semi-ignorado Body Request, fue como el relanzamiento de un techno tan firme como flexible, y tan denso como abierto a ideas provenientes de la IDM menos dogmática.

Ese cambio había empezado a producirse con This is for your Shits (Warp, 2007), un mix-CD que era como mearse en la boca de los fans de Marco Carola y Aphex Twin simultáneamente –a unos porque los despreciaba; a los otros, porque los adelantaba por la derecha–, y que fue importante porque animó a otros DJs y productores de categoría aburridos de la deriva cada vez más arisca del schranz, y del aburrimiento progresivo (progresivo contiene dos significados en el contexto de esta frase, que conste) del minimal, como Oscar Mulero, para avanzar hacia un techno más técnico e intrincado, pero que conservaba sus principios de fuerza y tensión, de tensión dinámica, de bronca intelectualizada. Y así llegaron luego sus sesiones de DJ pinchando ambient pantanoso –y drones extraterrestres–, sus álbumes como Anthony Child para sellos como NNA Tapes o Mego en los que mezclaba música electroacústica, doom metal y grabaciones de campo, y su última gran obra por el momento, From Farthest Known Objects (Dynamic Tension, 2016), donde la misma flexibilidad muscular de siempre adoptaba una forma más gomosa gracias al uso de sintetizadores analógicos que producían sonidos como de pedos cósmicos explotando como si fueran granos rellenos de lava, en vez de pus.

El techno de los últimos 20 años tiene un montón de soldados caídos. A algunos no los echamos de menos, aunque quizá algún día vuelvan –yo qué sé, Ben Sims, por ejemplo; ya no le importa a nadie, pero igual alguien lo reivindica algún día–, y otros, aunque quisiéramos que volvieran, dudamos que ya estén en condiciones para hacer algo que trascienda el tiempo y el momento –por ejemplo, Kenny Larkin–. Otros han mantenido el tipo, más por la fiabilidad de sus sesiones que por la calidad de sus últimos lanzamientos –sería el caso de Dave Clarke–, y otros han sufrido un inesperado proceso de rejuvenecimiento –Regis– que les hacen estar al día, cuando parecía que su momento ya había pasado. Pero el caso de Surgeon es distinto, porque no sólo ha sido un superviviente, sino que tanto tiempo después de haber dejado huella en el techno europeo, ha regresado para ser avanzadilla, un visionario como hay pocos. Algunos maestros que se distinguieron por su ferocidad irregular –Cristian Vogel, Tobias Schmidt– parece como si ya nunca fueran a regresar, y ahí está el milagro de Surgeon: que parece como si ya nunca se vaya a ir, como si se hubiera ganado la eternidad.